En Euphoria, los conflictos sociales, académicos y familiares caen en un espiral intenso -y dramático- que nos cuestiona el poder de las drogas, de las redes sociales y los nuevos códigos con los que se maneja el mundo.

Por Juan Manuel Granja. Fotos: Getty 123, Internet.

Este fenómeno de HBO es hoy por hoy la serie más vista de la cadena, solo detrás de Game of Thrones. ¿Por qué? En primer lugar la colección de historias de unos jóvenes de secundaria muy experimentados en sexo, sustancias varias y con infinidad de aprietos (además de subtramas policiales, abuso de menores y narcotráfico), intenta ser, sobre todo en su primera temporada, un mapa hecho para la mirada adulta. Desde una apreciación apurada podría estarle pesando a la serie el querer ser un diagnóstico, una aproximación reductivista del mundo juvenil, pero pasa justo al revés. Poco a poco, con su despliegue actoral y escenográfico que deja atrás el realismo para crear su propio verosímil (con escenas fantaseadas o exageradas que dan cuenta de las intensísimas emociones de la adolescencia) va abriendo más pliegues en cada conflicto y no se contenta con ponerle una etiqueta a cada personaje o buscar el avance de la historia desde esa simplificación. Incluso el personaje aparentemente más despreciable, el padre de Nate, tiene un contexto vital que, sin justificar sus acciones, nos permite entenderlo un poco más.

Para producir Euphoria, el director Sam Levinson se basó en una serie israelí de 2012 del mismo título pero le añadió una serie de cambios y experiencias personales. Su estrategia es clara desde el primer episodio, y le apunta a la generación de empatía: acumular en pocos personajes toda una gama de conflictos y rasgos que logran la identificación de personas muy distintas sin importar la edad (la chica tímida con una her- mana sexy que se lleva toda la atención, una relación tóxica, el chico popular, la trans, la adicta, etc.). Si bien la segunda temporada de la serie resulta más adolescente que la precedente, con sus nudos telenovelescos y triángulos amorosos, cabe preguntarse por qué siguió enganchando al público adulto a niveles tan altos de rating (así como a infinidad de menores listos para poner pausa ante el acecho de algún mayor).

Además de sus altos valores de producción y su uso dinámico de la cámara, en un tiempo en el cual ya hemos dejado atrás la llamada “edad de oro” de las series (con Breaking Bad, Mad Men o Los Soprano) y en el que la mayoría de las series han vuelto a ser radio con imágenes; esta producción nos permite mirar a adolescentes que no guardan la compostura o que reaccionan como, en el fondo, quisiéramos actuar en ciertas situaciones frustrantes o incluso trágicas. Es más, de alguna manera, y como lo trabaja mucha literatura al respecto, en el amor pocas veces dejamos de ser adolescentes, de ahí la fuerza de esta teleserie.

Paralelamente, Euphoria enardece las discusiones y reparte la polémica. No solo por el continuo consumo en cámara de drogas sino también por sus escenas de desnudos y por la presencia de un eterno ausente en este tipo de secuencias en la historia de la televisión y el cine: el pene. En efecto, no solo que la serie ha causado la confiscación de glitter o maquillaje brilloso en más de un hogar, hay cientos de menores que tienen la prohibición de digitar la serie que empieza con “E” en sus buscadores.

Esto, como suele suceder, más bien multiplica los views y la producción de contenido en todos los subgéneros de las redes sociales: gifs, memes, tiktoks y un largo etcétera. El contenido asociado a la serie, producto del fandom o de las tendencias, nos hace consta- tar lo que Henry Jenkins denomina Cultura de convergencia. 

Se trata del actual cambio sociocultural en el que la aparición de los medios de comunicación de masas basados en la interactividad permite a los individuos que aparentemente no tienen la posibilidad de ser comunicadores masivos, tener tanto alcance como las grandes editoriales o las productoras de Hollywood al producir videos, audios o imágenes, en este caso basadas en un producto televisivo. Así, temas fuertes abordados en la serie como la prostitución online de Kat o el uso del capital erótico de Maddy y Cassie como forma de lidiar con las dificultades sociales, pasan a segundo plano a través de la memificación. Y, sin embargo, esos subproductos de la interactividad también generan interés en la serie y, a la postre, discusión sobre dichos temas. Pregunta a los padres: ¿es preferible no hablar del abuso infantil o del aborto o es mejor tener pretextos –como una serie– para hacerlo?

Euphoria es muchas cosas: catálogo de modas, enciclopedia de referencias fílmicas, máquina multiplicadora de playlists de Spotify dedicados por los fans a cada personaje (una muy buena se titula “¿Hace cuánto que te estás acostando con Nate Jacobs?”, por su parte Maddy es la reina de los playlists con 4000 dedicados a su personaje). Su consumo masivo da cuenta de un producto diseñado para entretener a públicos de lo más diversos.

Por ejemplo, no solo cuenta con títulos de episodios sacados de autores como André Breton (padre del surrealismo) o Antonin Artaud (teórico del teatro de la crueldad), o de un capítulo que pone en escena una obra de teatro que reproduce lo que les ha sucedido a los personajes, a la manera de Hamlet. Además, hay toda una orgía de referencias fílmicas, con el cine de Gaspar Noé en primer lugar, pero también con otras fuentes como cuando Cassie está mirando desde la puerta del teatro como un facsímil del terror de Carrie de Brian de Palma, así como todo un capítulo musicalizado con extractos de bandas sonoras del neorrealismo italiano y la nouvelle vague francesa.

Del mismo modo, en el apartado de la moda también se ofrece un buffet para distintas audiencias. El maquillaje es trabajado minuciosamente, de hecho las actrices fueron dibujadas o fotografiadas y luego pintadas por encima para así definir el maquillaje más adecuado a una iluminación y a un grano fotográfico (la serie fue filmada en cinta Kodak) que busca justo eso: la exaltación de las emociones de acuerdo a los cambios de los personajes.

Efectivamente, el vestuario es un personaje más: cada una tiene estilo propio y evoluciona según los conflictos. Un ejemplo es el triángulo amoroso, pues Cassie trata de adoptar un estilo tipo Maddy para gustarle más a Nate. Algo parecido pasa con Jules y Kat: al inicio Jules usa ropa súper femenina para luego adquirir un look más andrógino o con mucho layering y superposición de prendas, como las varias capas de su personalidad transgénero. Así, el vestuario captura perfectamente la personalidad y problemas que cada chica atraviesa sin dejar de lado el carácter fashion o de entretenimiento pues aunque Rue esté sufriendo y tapándose todo el tiempo bajo su capucha la llegamos a ver con pantalones de Cavalli y chalecos de Jean-Paul Gautier.

Al igual que sucede con las referencias fílmicas, musicales y artísticas (un capítulo se abre
con citas o pastiches, protagonizadas por Jules y Rue, de Boticelli, Magritte, Yoko Ono y Frida Kahlo), la moda sirve como un archivo cultural a través del cual filtramos nuestra experiencia del mundo. Se incorporan así piezas de diseñador o prendas vintage para el ojo de la comunidad fashion. Estos Easter eggs (huevos de pascua a la espera de buscadores de referencias), sin embargo, no estorban la narración, más bien la enriquecen y ofrecen un paralelismo de cara al nudo dramático de la serie: cada personaje es como una cebolla, rico en capas, una cebolla que además va cambiando y volviéndose otra cosa.

Si bien el final de la segunda temporada bien podría dar fin a la serie, se ha confirmado una nueva temporada. ¿Cómo conseguirá Euphoria seguir escandalizando y a la vez generando empatía en televidentes tan diversos?

EL INICIO DE LA EUFORIA EN ISRAEL

Drogas, sexo, violencia y adolescentes sumidos en la ansiedad y la falta de autoestima convirtieron a esta serie en uno de los fenómenos de la ficción televisiva del 2019 pero pocos saben que esta serie de HBO se inspiraba en otra israelí estrenada siete años antes. “En Israel no fue muy bien recibida, la gente se negaba a admitir que esos fueran sus hijos, pero no sabes lo que pasa en tu propia casa detrás de una puerta cerrada”, ha dicho Daphna Levin, directora y cocreadora de la Euphoria original junto a Ron Leshem y ambos productores ejecutivos de la versión americana.

Filmada con adolescentes reales, la mayoría actores no profesionales y con un presupuesto mucho menor, la principal diferencia de la “Euphoria” israelí es que la trama gira en torno a un crimen que han presenciado todos los protagonistas y cuyas circunstancias se van desvelando a medida que avanzan los episodios.

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