La voz de la Amazonía resuena con fuerza en su corazón. El recuerdo de su comunidad es el aliento que le impulsa a seguir en la lucha. Su nombre está marcado con libertad y fuego, y su espíritu se alimenta con la esperanza de volver. Su historia está llena de matices, de cambios y de vida.

Por: María José Troya C. Fotos: Fredrik Skogkvist

Mi nombre es Nina. Muchos creen que es un nombre sueco, pero significa fuego en kichwa. Llevo el apellido de mi madre y es como me presento: Nina Gualinga. Tengo 30 años; soy mamá y por mucho tiempo he tratado de tener una identidad, pero mientras más voy creciendo, voy entendiendo y aceptando que tengo muchas identidades y facetas tan diferentes como complejas. Soy mujer, soy madre, soy kichwa, soy indígena, soy sueca; soy una figura visible que defiende los derechos de la Tierra, de los indígenas y de la mujer. Pero al mismo tiempo, soy una sobreviviente de la violencia machista, del extractivismo y otras situaciones que me han formado. Mi cuerpo lleva todas esas historias; todas esas identidades conviven en mi. 

Algo transcendental y que me cambió la vida por completo, fue cuando yo tenía ocho años y estaba viviendo en Sarayaku y llegaron las compañías petroleras. Lo recuerdo claramente: entraron los relacionadores comunitarios que eran aquellos que tenían que convencer a las comunidades de firmar el contrato petrolero. Yo participaba en las reuniones con mi mamá y estaba sentada con ella escuchando lo que hablaban los adultos. No entendía todo porque era en español, pero la energía y los gestos eran obvios. Ese señor no venía con intenciones transparentes o pensando en el bienestar de las personas de mi comunidad. Me destrozó el corazón pensar cómo ellos podrían entrar a destrozar mi realidad, mi familia, el territorio, mi comunidad, los ríos, todo lo que teníamos. Desde ahí comencé a hablar, escribir y pensar sobre lo que ocurriría. 

“Las mujeres somos dadoras de vida, pero vivimos en una estructura y un sistema que nos ha mantenido calladas y guardando dolor. Entonces creo firmemente en la liberación de todo sistema que explota y obstruye. Hay que alzar nuestras voces y poder ser libres de violencia, de estigmas, de opresión y limitaciones como las que hemos vivido por mucho tiempo.”

Hasta una niña como yo, en ese entonces, de tan solo 8 años entendía lo que pasaba. Ahí empezó mi camino. Luego, en Suecia, también compartía mis ideas y poco a poco la gente se solidarizaba y escuchaba mi historia. Mi privilegio era que yo había aprendido el inglés, el kichwa y el sueco y podía compartir lo que sucedía. Hasta casi los 18 años, no hablaba el español. Eso también me ha hecho sentir rara en Ecuador; culturalmente es un choque.”

Nina nació en Pastaza. Creció en Sarayaku y sus primeros años, hasta la adolescencia, vivió en su comunidad. Es mayor con nueve años a su hermana Helena. Creció cerca de sus abuelitos -con quienes salía a la selva a pescar y cazar a veces por días o meses- con sus padres y los niños de su comunidad en una vida que, ahora evidentemente, la recuerda con nostalgia. “En ese tiempo –y hasta ahora- no había carreteras, tampoco había luz o paneles solares. Nos levantábamos temprano para recoger agua en la quebrada y no había comunicación.” 

Luego me cuenta cómo, junto a otros niños, corría para ver el paso de las avionetas que llegaban, eventualmente, con algo. No se sabía si traían suficiente pan para compartir o tal vez noticias… 

“Me encanta el arte. Me gusta pintar, hago cerámica y, en el aspecto musical, mi playlist es súper variado: desde Norah Jones, salsa, reguetón, cumbia, rap indígena, música kichwa, jazz…”

Cuenta su historia de forma pausada, cuidando cada palabra porque está rindiendo honor a esa vida que ahora resulta lejana y que está albergada en su memoria. Hay muchas emociones de por medio mientras relata sus recuerdos más vívidos; la tarde poco a poco empieza a caer en su ventana en Estocolmo, ciudad donde vive actualmente con su hijo. Él aparece rápidamente por la cámara, le pregunta algo en kichwa a Nina, me saluda, se agarra su pelo largo y se despide. Sale corriendo de la escena, pero deja a su mamá con una sonrisa.

Tu padre es sueco. ¿Qué hacía por Ecuador hace tantos años?

Esa respuesta varía dependiendo a quién se la preguntes, si a mi mamá o a él. (risas). Él era un joven biólogo, medio activista que tenía mucho amor por los bosques suecos y decidió ir a la selva amazónica –por estudios o trabajo- y se encontró con mi mamá quien también era activista en el movimiento indígena, en la OPIP en ese tiempo, y la conoció justo antes de una marcha de 1992. Ahí fue cuando el gobierno entrega los títulos colectivos a los pueblos indígenas de Pastaza. Yo nací menos de un año después de eso. Se quedaron en Sarayaku a vivir, construyeron una casita y mi padre aprendió a pescar y cazar con mis tíos, a tomar chicha y hablar kichwa. Lo habla perfecto, pero con acento sueco, es muy chistoso.

¿Siguen juntos?

¡Sí! Vienen de historias y realidades muy diferentes, pero se quieren. Toda mi familia está allá en Ecuador.

Estudiaste en Suecia los últimos años del colegio así como la universidad. ¿Por qué decidiste ahora volver allá?

Yo me separé de mi expareja y decidí venir. Por un lado, tenía mucho miedo por mi vida y mi seguridad. Pero también lo hice porque cuando se atraviesa situaciones difíciles se necesita tiempo y distancia para sanar. Ya son casi cinco años. Irónicamente estudié Derechos Humanos, y lo digo porque al mismo tiempo, yo estaba en una relación física y psicológicamente abusiva. Era muy difícil entender esa situación porque me preguntaba cómo había llegado ahí. ¿Cómo yo, que estoy estudiando esto y defendiendo los derechos y la vida de las personas, sobre todo, de las mujeres, puedo estar viviendo esto? Era difícil compaginar esas ideas.

¿Cómo te sientes en Estocolmo?

Es una ciudad diferente a las de Ecuador. Socialmente, me refiero. No se evidencia abiertamente el racismo o el clasismo. Allá en Ecuador todo eso es normalizado junto al machismo. Esta es mi segunda casa, pero mira: nací en Ecuador, tuve a mi hijo en la selva y la placenta (la wawa mama o madre del bebé) está enterrada en el lugar donde él nació. Ese es mi pueblo, mi hogar. Mi corazón está en Sarayaku y mi espíritu está en la selva. Yo estoy bien, pero mi alma está conectada allá, en mi tierra. 

Has logrado obtener muchas plataformas a escala internacional para compartir tu mensaje.

Sí. Es que hablo varios idiomas y eso me ha dado acceso a muchos espacios en los que he posicionado el tema de la Amazonía, de los derechos indígenas y visibilizar a otros líderes jóvenes para hablar de todo esto que es tan importante. 

¿Cómo es un día normal dentro de tu cotidianidad?

Varía mucho. A veces tengo etapas muy intensas cuando estoy trabajando en algún proyecto específico o alguna campaña; a veces es más relajado y hay ocasiones en las que trabajo desde que le dejo a mi hijo en la escuela hasta después de la medianoche. Este tipo de trabajo para mi no depende de si hay o no hay fondos. Lo hago porque lo amo, porque me apasiona y es mi vida. Hago eventos, encuentros con otras culturas, concientización, reuniones con delegaciones, coordino la logística, etc. Todo lo que sea para divulgar el mensaje que tengo sobre los derechos indígenas, conciencia sobre el territorio, la protección de la amazonía y derechos de las mujeres. Lo hago con mis propias redes, con talleres en conjunto con el Colectivo de Mujeres Amazónicas, hacemos documentales y películas, escribo y produzco artículos para diferentes revistas, entre otros.

¿Es sostenible?

Hasta ahora está funcionando, pero es duro y muy complicado. Pero es así para todos los que trabajan en este tema, se lo hace porque se quiere a la gente y a la tierra. Lo que hago, lo hago por amor. Amo a mis abuelitos que me enseñaron sobre la vida, me compartieron cosas que jamás las hubiera aprendido en una escuela o en la sala de una clase. Y de la misma forma, amo a las mujeres que me han sostenido, que me apoyan, que me enseñan… Tengo que defender eso. 

¿Quisieras que tu hijo regrese a Ecuador y se críe allá?

Es lo que más me duele de toda esta situación. No poder criar a mi hijo dentro de mi comunidad. Yo lo tuve allá y decidí dar a luz allá, sin médicos, sin hospital y rodeada de mi familia. Yo quiero esa vida. Yo no quiero estar sentada en una computadora frente a la pared. Quiero estar libre, sembrando yuca, plátano, haciendo cerámica, y que el trabajo de concientización que hago sea complementario. Nadie quiere pasar su vida peleando. Yo he regresado a Ecuador y he pasado mucho tiempo allá, pero vivir con toda la situación que he atravesado me da inseguridad. 

¿Él quiere vivir en Ecuador?

Él ama a Ecuador. ‘Mami, yo allá me siento libre’, dice. Es muy diferente vivir en un departamento a una choza que no tiene paredes y estás conectado con la naturaleza. Aquí hablamos en kichwa, pero él se desenvuelve muy bien porque habla perfecto en sueco. Así también lo hizo mi mamá conmigo: me hablaba siempre en kichwa, incluso cuando todos le decían que nos hable en español, pero ella defendía su idioma fuertemente y así nos criamos.

Lee la entrevista completa en nuestra edición impresa 414 de marzo.

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